En el famoso cuento de Julio Cortázar “Casa tomada”, algo invisible y sin forma definible, solo detectable por sus ruidos, comenzaba a invadir la casa del relator y de su hermana Irene. Esos invasores iban apropiándose de los objetos y de los lugares de la casona que habitualmente usaban y ocupaban. Cada día, cada vez más, iban cediendo espacios, abandonando habitaciones de la propiedad mientras que ellos, los otros, los intrusos (indeterminados, invisibles, nunca definidos), iban ocupando un espacio más.
La ficción que, como siempre, es solo una parte de la realidad no tomada suficientemente en cuenta, ha ido desplegándose como amo y señor en nuestras habitualidades. Hay un intruso, señor acéfalo, de puro ARN, con aires monárquicos (corona) sin decisión ni vida propia, que ha ido parasitando células, espacios, cuerpos, subjetividades de a miles, cada día más dueño del mundo.
Los cuerpos que alojan sujetos, esos hábitats, sin la que ni la vida, ni el amor, ni las palabras son posibles: el cuerpo que parla, el cuerpo que sexúa, el cuerpo que muere está jaqueado, está sitiado. Esta cartografía-cuerpo, donde se pasean nuestras pulsiones, nuestras palabras, nuestros deseos, nuestros dolores que es el único medio de poder ser sujetos ante los otros, está en peligro.
La exigencia de libertad no debiera ser un pedido al Estado, los infantes mayores de edad, caprichosos, siempre reacios, refractarios a los límites que impone vivir, amar y gozar, libertarios pro contagio, confunden al Estado con el Virus… Quien ha quitado la libertad de movimiento, la libertad comercial y la libertad principal, la de estar vivos…es el Virus, no los estados ni los gobiernos.
Hasta nuevo aviso y hasta que recuperemos, por alguna vacuna el dominio de nuestros cuerpos, ellos estarán tomados, no nos pertenecerán, están y estarán bajo el acecho y dominio del virus. Ya sea por contagio o por la amenaza de enfermar y el temor de morir, los cuerpos no nos pertenecen. El dueño, coronavirus déspota despiadado impone a todo el que se acerque pérdida del aire vital; ya tomó el movimiento, la presencialidad, los contactos estrechos, la boca al aire libre (ahora todos estamos “barbijados”).
¿Cómo pensar ahora en sostener los lazos sociales cuando la presencialidad de los mismos es una amenaza incierta, invisible pero feroz e implacable? ¿Cómo sostener los lazos necesarios entre maestros y discípulos (docentes y alumnos), entre amigos, entre padres mayores e hijos, cuando el virus y su amenaza funcionan como límite, como freno y como peligro
En el ser humano la única vía de subjetivación es a partir del otro y con el otro al que por los misteriosos mecanismos transferenciales del amor y de la suposición de saberes, erigimos a alguien como uno que detentaría algún saber necesario para sostener nuestros deseos. El cachorro humano no se funda sujeto sin el otro, sin el otro y su cuerpo presente. La educación tampoco es posible de sostener en soledad, autodidacta o mecánicamente aunque ahora sea digital y/o virtual.
El sostén de esa relación única entre maestro y discípulo es a partir de la presencia física y la palabra hablada que permite el cuerpo. Hace falta la posición deseante del docente para que se establezca un deseo en el alumno de construir y asumir algún saber. El cuerpo del otro, su textura, su tesitura, su densidad deseante, su presencia desconcertante, son indispensables para la educación, para la socialización, para la política, para el amor.
Toda propuesta política, educativa, social o amorosa necesita de los cuerpos. Ninguna revolución se hace “in absentia o en esfinge” diría Freud. Pero en estos momentos sólo resta resistir al avance de ese intruso, ese extraño zombie sin vida, que pretende quedarse con todo y que ha puesto al otro semejante como posible portador y cómplice del virus. Resistir hasta que alguna barrera logre frenarlo es el único trabajo que nos queda para no sucumbir como cuerpos y por tanto como sujetos. Entre la “bolsa y la vida” (no son momentos de desafiar al ARN,) o cedemos un poco de la bolsa de la libertad o él se llevará todo, la bolsa y la vida.
Luego, más tarde, sobrevivientes al fin, nos quedará otro virus muy poderoso y ese ya nos coloniza, la pulsión destructiva que aliada a políticas neoliberales, pretende desde el consumismo más obtuso, al vendernos goces como espejitos de colores, llevarse todo.
Este se está llevando también las vidas y algunos, unos pocos se erigen más peligrosos que el coronavirus, pues mientras éste no piensa el otro calcula sus negocios, mientras el virus no tiene maldad, el otro planifica sus perversiones, mientras aquél va a ciegas, éste planifica sus estrategias para parasitar a sus coterráneos, para gozar de todo lo que puedan, para dejar a su paso no más que las migajas del banquete opulento que los llena.
El invasor intruso hace escuchar su murmullo sordo como en el cuento de Cortázar. Sólo queda una solución: o conseguir la vacuna o ir restringiendo los movimientos hasta incluso, dejar la casa y tirar la llave por la alcantarilla. Luego habrá que conseguir la otra vacuna… más subjetiva que biológica, más humana que viral, la que nos lleve a pensarnos como habitantes de la casa común, enjambrados en una misma colmena social de semejantes y próximos.
Estamos en disputa con el virus y con políticas para pocos y ante esta realidad, como sucede con todo cuerpo: se lo asume y se lo apropia o se lo aliena y se lo pierde.
Como dice Jean Luc Nancy en otro famoso libro basado en una disertación, El instruso “… se introduce por fuerza, por sorpresa o por astucia; en todo caso, sin derecho y sin haber sido admitido de antemano” (…) “su llegada no cesa: él sigue llegando y su llegada no deja de ser una intrusión” que, irremediablemente, pone al cuerpo en cuestión.
Por José Luis Irazola.